Excesiva, torrencial, verbosa, embriagadora son adjetivos aplicables a la novela de Cortés, que apabulla al lector desde la primera hasta la última línea por la acumulación de materiales, de estilos, de registros que se congregan en ella. Los puntos de vista, los narradores, se van superponiendo para ofrecernos una mirada irónica, cruel, a ratos despiadada, pero siempre honesta y certera sobre los mecanismos con los que se ejerce el poder. La política, los medios de comunicación, las grandes empresas son desenmascarados a través de una ácida y desencantada visión del hombre, de la autopsia de la corrupción y de cómo ésta socava los ideales de la juventud. La cita de Scott Fitzgerald que abre la novela es esclarecedora a ese respecto: “Toda vida es un proceso de demolición”, y en torno a la inmersión del protagonista en la realidad ‘costarrisible’ -juegos de palabras, capacidad sentenciosa y fina ironía-, vamos viendo cómo la sociedad se van desmoronando uno a uno. Nadie sale bien parado de este proceso de derrumbamiento -menos que nadie el propio protagonista, y sirva como ejemplo la potente escena en la que visita la casa ruinosa donde habita su familia y sentimos el desprecio que siente hacia su madre y el estupor de recibir la noticia de que su padre no es quien creía y que sigue vivo. Sólo cabe el olvido como única posibilidad de escape. La negación del pasado y de la memoria como refugio en el que no sufrir por la pérdida de lo que hemos amado o contemplar la descomposición de lo que hemos sido.
Fragmento de la reseña de Antonio J. Morato en Editorial 27