Quien haya escuchado alguna lectura de Trejos lo sabe: por sus poemas discurre un lenguaje que se zarandea como un barco ebrio, un lenguaje que envuelve en su vértigo a quien lo escucha. Un lenguaje de largo aliento que en este libro toma forma de trípticos, y si pareciera serenarse y bajar del carrusel hipnótico de Carta sin cuerpo, si pareciera mirar con los ojos del alcohol a las seis de la mañana a su corazón desahuciado, si pareciera entrar en una melancolía blanco y negro es porque el yo poético prefiere hablar de una o dos cosas esenciales, y hacer rondar sus trípticos por donde rondan sus obsesiones. Arrullo para la noche tóxica hereda cierta idea del Romanticismo, el poeta como héroe y único. En toda su atmósfera se tambalean el amor y el desencanto, la lluvia, el peso de la noche que "dobla las vigas del corazón"; los viajes y los puertos donde naufraga este barco ebrio, este "témpano de alcohol / al que le acercan una llama", que sabe que vivir no es necesario pero navegar si lo es -aunque sea a la deriva, porque tal vez no haya otra manera-. Pero esto que en otros sonaría como pose desvaída, ya leída en tantos lados, en Arrullo para la noche tóxica tiene una fuerza que trasluce -aún en sus momentos más desparejos, y como en muy pocos escritores de su edad- que este poeta, a su pesar, vive como escribe y ahí reside su capacidad de hacernos entrar en su lenguaje con todo y su hermetismo. Esa fuerza es la que nos envuelve. Hay vida en esos poemas. Y entre tanta poesía que no pasa de hilar un clisé con otro, eso es algo muy difícil de encontrar.
Fragmento de la reseña de Ana Wajszczuk en revista Áncora